A BITTER CHRISTMAS

The Grand Tour no va más

Andrés Felipe Rodríguez Gutiérrez

12/19/20235 min leer

El diciembre del presente año 2023, en vez de ser un mes de felicidad, compartir y familia, resultó ser, nada más y nada menos, que un baldado de agua fría para todo aquel que se precie de ser petrolhead en cualquier rincón del mundo.

Lo anterior gracias a que, a principios de mes, se dio a conocer la noticia acerca del fin de The Grand Tour, y con ello, el deceso de toda una institución automotriz. A diferencia de lo que ocurrió en el 2016, cuando Jeremy Clarkson, Richard Hammond, y James May anunciaron que renunciaban al programa Top Gear de la BBC, para continuar sus aventuras en un nuevo show patrocinado por el gigante Amazon en su plataforma Prime Video, en la presente ocasión, el retiro de estos tres personajes, que juntos consolidaron la mismísima definición de la palabra petrolhead, sí va en serio.

Debo confesar que sabía que este día llegaría. Siempre he tenido pleno conocimiento de que en alguna fecha tendría que decirles adiós a mis tres ídolos de la televisión, de los cuales copié la forma de ver el automóvil, ciertos gustos de carros, algunos chistes y alegorías, y de uno en particular, la forma como se debe estar detrás del volante de un vehículo automotor. No obstante, siempre me hice el pendejo, y siempre quise que fueran eternos, pasando por encima de su condición humana y del inevitable paso del tiempo. Definitivamente, así como ningún mal dura cien años, ninguna maravilla tampoco lo hace.

Pero llegó ese día, y en vez de ponerme a hacer un aburrido recuento del paso por la televisión de estas tres eminencias, decidí aprovechar este espacio como catarsis personal y contar lo que fue mi experiencia al lado de Top Gear y de The Grand Tour.

No siendo más, quisiera comenzar con la primera vez que ví a Clarkson, Hammond y May. Ésta fue resultado de una casual búsqueda por YouTube, en la que me encontré con el episodio número siete de la décima temporada de Top Gear, denominado ‘British Leyland Cheap-Car Challenge’. En esta ocasión, estos caballeros se propusieron el reto de comprar, por no más de 1200 libras esterlinas, tres autos producidos por la extinta compañía British Leyland para demostrar que no todo lo producido por dicha corporación fue una porquería. Clarkson, a bordo de un Rover SD1, Hammond, conduciendo un hermoso Triumph Dolomite Sprint, y el capitán lento, haciendo gala a su apodo, detrás del volante de un Austin Princess, adelantaron un conjunto de cómicas pruebas para tratar de soportar su controvertida tesis.

Desde un simple pero trastornado viaje a las fábricas que produjeron cada uno de sus vehículos, pasando por un recorrido por una calle adoquinada con un colador lleno de huevos encima de sus cabezas, para probar el confort de marcha de los carros, y hasta una vuelta por un circuito con las máquinas llenas de agua para testear el sellado de sus latas, más allá de desmentir graciosamente el postulado inicial, estas pruebas sirvieron para que yo me enamorara perdidamente de la forma como estos tres chiflados abordan el automóvil. Desde ahí, les juré lealtad absoluta y, hasta el día de hoy, no hay un sólo episodio que no me haya emocionado y que no me haya hecho llorar de la risa.

En segundo lugar, en cuanto al episodio que más me he gozado, una pregunta tan difícil como escoger entre papá y mamá, paradójicamente éste fue la última entrega del extinto Top Gear, es decir, el octavo episodio de la temporada veintidós. Lo curioso de este capítulo es que reunió dos ‘cheap-car challenges’.

En la primera parte, decidieron comprar tres autos clásicos: un Fiat 124 Spyder, un MGB GT, y un elegantísimo Peugeot 304 Cabriolet. Lo anterior para demostrar (inútilmente) que tener un auto clásico no es tan miserable y dispendioso como lo pintan. Esta entrega incluyó varios ‘challenges’ para sumar puntos, tales como una prueba dinamométrica y una ‘engallada’ de los vehículos. Terminó venciendo el MG de Hammond, y como premio, le otorgaron la escalofriante experiencia de viajar amarrado a la cola de un aeroplano Breitling.

En la segunda parte, adquirieron tres camionetas para intentar explicar por qué las personas se ven tan atraídas por las SUV 's por encima de cualquier hatchback o sedan. No sobró la tradicional carrera con casas rodantes enganchadas a la parte trasera de los vehículos, y tampoco desaprovecharon la oportunidad para mandarle ‘pullas’ a la BBC por el infame trato del cual Jeremy fue víctima. El episodio finaliza con una carrera a campo traviesa donde el perdedor tendría que dar un discurso ante una reunión de comunistas. La aparición de Richard Hammond ante la misma, cubierto de barro y con una bolsa plástica reemplazando su zapato, sobrepasó cualquier estándar de ridiculez y de comedia visto hasta entonces.

En cuanto a su participación en The Grand Tour, me gustaría hacer énfasis en el especial de la industria automotriz francesa, denominado “carnage a trois”. En esta entrega, Clarkson, Hammond, y May se propusieron averiguar qué es la vaina con los franceses y los carros. Más allá de mostrar sus curiosas soluciones a problemas de ingeniería, su espíritu de rebeldía, y sus bizarras normas de tránsito, sacaron a relucir una de las tesis más indiscutibles que yo haya oído y en la cual los galos son expertos: la capacidad de un carro de llegar a donde sea no depende la máquina en sí misma, sino exclusivamente del nivel de preocupación que su dueño o poseedor siente por la misma.

Ahora bien, no todo fueron carros. Hubo un episodio del que lastimosamente nadie se acuerda, llamado “Top Ground Gear Force” en el que estos señores se propusieron emular un antiquísimo programa inglés en el que, al estilo Overhaulin’, aprovechaban la ausencia de los dueños de una casa para remodelar su jardín. Pues bueno, estos locos trataron de hacer lo mismo en el patio de un deportista olímpico llamado Steve Redgrave. Obviamente, el resultado en los pastos de dicha estrella fue absolutamente desastroso, empero, es físicamente imposible parar de reír desde el principio hasta el final. Tanta es la magia de este trío, que logró desempeñarse brillantemente incluso en un campo completamente distante y ajeno a su zona de confort automovilística.

En fin, no hay suficiente tinta en el mundo para compartirles todos los gloriosos momentos que viví viendo a estos señores, pero me siento satisfecho con el pequeño relato que acabo de hacer sobre mi experiencia.

Debo aclarar que, a Jeremy Clarkson, a Richard Hammond, y a James May, no les debo la pasión que siento por los automóviles. Con aquella nací, convivo a diario, y me enterrarán con la misma ‘lora’. Sin embargo, a esos caballeros sí les debo el hecho de creer firmemente que los carros no son meras máquinas, sino seres que sienten, y que sobre todo, son capaces de recibir amor y de retribuirlo a su conductor.

Afortunadamente, estos caballeros salen por la puerta grande, haciendo gala del sabio consejo que dicta que uno debe retirarse de la fiesta en el mejor momento, y antes de que lleguen los borrachos. Me tranquiliza que el show haya terminado con un último hurra, en lugar de) continuarlo con anécdotas y chistes rebuscados y/o reencauchados, tal como ocurrió con cierta saga de películas, protagonizadas por un hombre calvo, por cierto, muy populares entre los apasionados del mundo automotor.

Aprovecho para desearles buen viento y buena mar en sus proyectos personales, y para darles un simple pero sincero agradecimiento. Lo que hicieron por la comunidad mundial de petrolheads es demasiado grande para poder ser explicado en las palabras de cualquier ‘gomoso’ de los carros, y de este humilde columnista que, con dolor del alma, hoy les dice adiós.