La Guerra de Yom Kipur: Adiós a las Lanchas

Cómo una guerra en Israel cambió para siempre la industria automotriz de los Estados Unidos de América

Andrés Felipe Rodríguez Gutiérrez

11/16/20236 min leer

El conflicto entre Israel y Palestina, muy de moda en los últimos días en virtud de las atrocidades cometidas por Hamás, lamentablemente ha sido un asunto de la mayor relevancia internacional desde la creación del primero a finales de la década del cuarenta. No obstante, casi ningún colombiano de a pie se alcanza a imaginar cómo es que esa inacabable confrontación lo afecta en su vida personal. Sin embargo, el conflicto ha demostrado permear múltiples aspectos cotidianos, incluso algunos que parecen no tener ni la más mínima relación con el mismo.

Uno de ellos, es el relativo al mundo automotriz, o como dicen los no apasionados por el tema, a eso de los carritos. En ese respecto, la actual confrontación Hamás vs. Israel, no ha tenido repercusiones apreciables. Empero, resulta interesantísimo hacer un viaje en el tiempo a la década del setenta, ubicarnos en la Guerra del Yom Kipur, y hacer un recuento sobre las nefastas consecuencias que tuvo sobre la industria automotriz del momento, sobre todo en la norteamericana.

Para la mayoría de los lectores de este texto, debido a factores tales como la edad, la nacionalidad, y el hemisferio en el que se habita, Yom Kipur suena más a discoteca que a confrontación bélica. A primera vista, no se le ve ninguna relación con el mundo automotor, pero sus efectos en el mismo fueron más devastadores de lo que se imaginan.

Todo se reduce a aquella sustancia líquida, sin la cual el automotor no existiría, y que algunos, con mucha razón, llaman ‘oro negro’. Sí, se trata del petróleo. Resulta y acontece que, al momento de estallar la guerra de Yom Kippur, los israelíes fueron inmediatamente a solicitarle apoyo militar al entonces presidente americano Richard Nixon, quien más o menos se los brindó sin rechistar. En palabras más coloquiales: Israel fue a ‘pedir cacao’ a donde los gringos, y demostró una vez más que, como dice el dicho popular, ‘el que no mama no llora’.

Fruto de esa ayuda proporcionada, los países árabes, a los cuales Estados Unidos incidentalmente les compraba enormes cantidades de crudo, decidieron, de buenas a primeras, cortar ese suministro. En efecto, hubo una reducción en la oferta, pero como la demanda se mantuvo igual, ocurrió un predecible aumento en los precios. Más allá de eso, se dio uno de los mayores desafíos para una sociedad absolutamente basada en el petróleo, como era aquel Estados Unidos de los años setenta. De acuerdo con historiadores y economistas de la época, para 1974 el precio del galón de gasolina corriente se había cuadruplicado con relación a como se encontraba a principios del ‘73. No fue sólo un aumento de los precios, sino que verdaderamente hubo racionamientos de la cantidad de gasolina que se le vendía al gringo de aquella época.

Es decir, no bastaba con ser rico para eludir el problema, sino que la cosa afectó a todos los sectores de la población. Lo anterior se aprecia perfectamente en fotos de la época, donde se pueden observar interminables filas de automóviles de todos los colores y tamaños, esperando durante horas para poder aplicarle un mísero galón de combustible a sus sedientas bestias; o donde se pueden observar lúgubres carteleras con el infame mensaje de “sorry, no gas”.

Dicha crisis hizo que, por primera vez en su historia, las cuatro grandes compañías automotrices americanas, Ford Motor Company, General Motors, Chrysler Corporation, y American Motor Company, le ‘pararan bolas’ al tema del ahorro de combustible, sobre todo a través de la fabricación de vehículos con motorizaciones más eficientes. Los primeros años de ese nuevo acomodamiento probaron ser completamente desastrosos. Fue así como se dio inicio a la famosísima “malaise-era”, considerada por muchos como el periodo más oscuro en la historia de la industria automotriz norteamericana. Yo, por otro lado, considero que se trató del último “hurra” de un anciano enfermo.

Dentro de esa época, comprendida más o menos del ‘73 al ‘83, la primera estrategia para hacerle frente a las nuevas necesidades de eficiencia consistió en adaptar los monstruosos motores V8 del momento. Particularmente a través de una drástica reducción de sus relaciones de compresión, y de la implementación de burdos sistemas anti-emisiones mandados y regulados ‘a las patadas’ por la Environmental Protection Agency (EPA); métodos que, si bien no hacían mucha diferencia en el consumo de combustible, sí hacían mella en el desempeño. El resultado, predeciblemente, fue el de motores igual de grandes y gastones a los de los sesenta, pero ahora con menos caballaje que el 4 cilindros de 1800 c.c. a bordo del VW Golf GTI de la época.

Un claro ejemplo de lo anterior se puede observar en el Cadillac Eldorado. Para el año 1971 equipaba un motor de casi 8200 c.c. produciendo unos más que respetables 365 caballos de fuerza, pero para 1975, con la reducción de compresión y el “novedoso” catalizador, el mismo motor sólo producía unos marginales 190 ‘ponis’. Sobra decir que la economía de combustible seguía siendo igual de patética. Definitivamente, en sus inicios, la estrategia de la eficiencia en los motores gringos fue bastante inútil.

El segundo camino tomado por los grandes de Detroit ante la crisis desatada a miles de kilómetros hacia el oriente, fue la de producir carros pequeños y económicos, en teoría parecidos a los ‘hatchbacks’ europeos. Por increíble que parezca, esto demostró ser un camino incluso peor al anteriormente mencionado.

En virtud de esta estrategia, se masificaron porquerías tales como el Ford Pinto, el cual explotaba con el más mínimo choque en la parte trasera, gracias a la posición del tanque de combustible; el Chevrolet Vega, con un motor que se fundía mucho antes de acabarse el término de garantía legal, y con una carrocería que al primer aguacero empezaba a dar

muestras de óxido; el Ford Mustang II, el cual fue tan terrible, que hoy en día, la misma Ford se ha encargado de omitir en los lanzamientos de las últimas dos iteraciones del famoso ‘muscle-car’; los AMC Pacer y Gremlin que, como se dice popularmente, fueron ‘mucho tilín y nada de paletas’.

La palabra “malaise” es de origen francés, y hace referencia a un sentimiento de malestar y enfermedad general. Probablemente es el vocablo más perfecto para describir al tortuoso capítulo de la historia automotriz apodado después de ella. Los errores cometidos en ese periodo le abrieron las puertas a la invasión de latas japonesas y alemanas que se vio en la posterior década del ochenta en territorio norteamericano. Ya las familias de clase media no tendrían en cuenta al tradicional Ford o Chevy como su principal opción a la hora de solucionar sus necesidades de transporte, sino que más bien se decantarían por los relucientes modelos en las vitrinas de Honda, Toyota y Nissan. Ya el hombre exitoso no manejaría el tradicional ‘land yacht’ sino que se pasaría a los recién llegados Mercedes-Benz y BMW, más como el carro de la Barbie cuando se les pone al lado de los Cadillac o de los Lincoln de antaño.

No obstante, no todo es malo. Para mi, la ‘malaise era’ no es nada más que el último aliento de ese abuelo que toda la gente de bien tuvo alguna vez como ejemplo. Con el paso de este capítulo desaparecieron las nociones del ‘personal luxury car’ y del ‘land yacht’ tan absolutamente elegantes y majestuosas en todas sus presentaciones, y aparecieron los ‘superminis’. Se le dio cristiana sepultura a los enormes y perezosos motores V8, con torque hasta para mover montañas, y surgieron los eficientes, pero aburridísimos, motores de inducción forzada y con cilindradas minúsculas. Nos despedimos de los comerciales donde personajes de la talla de Ricardo Montalbán promocionaban excentricidades como el “Corinthian Leather” en los modelos Cordoba de la Chrysler, para darle la bienvenida a publicidades multicolor e “inclusivas”.

Es increíble cómo semejante cataclismo en el mundo automotor se dio gracias a un brevísimo conflicto, ocurrido muy pero muy lejos de la costa este de los Estados Unidos y del mundo occidental en general. Con Yom Kipur se dijo adiós a las lanchas, con el de ahora, quién sabe a qué atenernos, pero lo que sí es cierto, es que todos esperamos que no repercuta tan drásticamente en nuestras vidas como petrolheads.