Clásicos: Arte y Nostalgia

Todo tiempo pasado fue mejor

Samuel Peña Trivigno

11/9/20236 min leer

Era la madrugada de un húmedo día de agosto. El rally había comenzado tres horas antes, cuando los relojes marcaban el cambio de día. Todavía no salía el sol y yo recorría perturbadamente la hoja de ruta con una linterna en mi cabeza que, sin compasión, amenazaba con oscurecer el habitáculo. Nos adentrábamos en un pueblo que parecía haberse manifestado de repente en nuestra vía con la intención de confundirnos y burlarse de nuestra ingenuidad, mientras oíamos al punzante viento de la noche golpear las ventanas y silbar tenebrosamente al recorrer las calles angostas y desoladas. Parecía deshabitado.

En medio de anotaciones ilegibles e instrucciones imprecisas, incapaces de salir de ese interminable y sombrío lugar, sin rastro de las calles que ya habíamos recorrido y las que nos faltaban por recorrer, perdíamos la serenidad y nos sumíamos en un estado de delirio impaciente. Las demás tripulaciones recorrían el pueblo agitadas buscando una salida; el laberinto nos había atrapado a todos. Lo único que nos guiaba entre la incertidumbre era el ruido aparatoso de los motores alrededor de aquel estrecho pavimento. Me perdí momentáneamente en una fantasía nostálgica, mientras recorría aquellas calles escabrosas, rifando mi cordura entre el calor y la angustia, y poniendo en duda mi insensata afición.

Y allí, perdido, cansado, completamente ajeno a la civilización y sin un solo dispositivo funcional a mi alrededor, mi mente viajó a un lugar desconocido del pasado que me reconfortó gratamente.

Era un tiempo más simple. La vida se sentía menos complicada y las personas eran más libres. Todo allí me causaba extrema satisfacción. El cielo rosa acariciaba los bordes de una carretera montañosa que nunca quería que acabase. Sonaba música de fondo complementando los gruñidos de un 3.8 que protestaba por más gasolina y calor. Y aunque era una evidente invención de mi inconsciencia, nada me inquietaba lo suficiente como para acelerar mi regreso a la realidad. Sabía que no iba para ningún lugar en particular, y sabía que no tenía que volver. Nadie me esperaba, y no me sentía apurado por responsabilidades alienantes. Vivía un momento de absoluta serenidad que, de repente, fue ahogado por la ira desenfrenada de saber que no podría permanecer allí para siempre.

Mi padre lo vivió y siempre lo envidié. Quizás era una idea imposible y equivocada de una época que idealicé como resultado de mi aversión a la plasticidad de mi mundo; una fabricación que no podía verificar, pero que me hizo entender mi apreciación heredada por aquellos artefactos del pasado que hasta entonces nunca había cuestionado y había adoptado, comprometidamente, sin decidirlo.

En aquel momento aprendí que mi amor por los clásicos no era franco ni original, pues se lo debía a un anhelo profundo e incomprensible por existir en otra época donde, inocentemente, creo que pude haber sido más feliz; un anhelo que está profundamente arraigado en la naturaleza humana y que es la razón por la que compartir ese amor de una manera tan visceral y pasional se nos da fácil a los nostálgicos.

¿Por qué nunca tendré suficiente? Quizás es mi alter ego bohemio quejándose por la falta de profundidad y propósito en las cosas que hago. Soy consciente de lo mucho que romantizo el pasado y no me pesa. Por fortuna nunca conocí ese tiempo; de haberlo hecho mi opinión tal vez no sería tan optimista. Mi percepción distorsionada me da algo para anhelar. Me contento con guardar reliquias del pasado que, algunos días, a cierta velocidad y con gafas de sol, me transportan en el tiempo. Me distraigo brevemente de todos los vicios que pueden infestar mi conciencia, y me siento en equilibrio.

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Soy amante del arte, aunque no tengo talento. No sería capaz de soportar los niveles de frustración necesarios para ganarme la vida vendiendo mi arte a personas que no lo aprecian tanto como yo. Los clásicos son la obra de artistas valientes que, sabiendo que no serían exhibidos ante un público de opiniones trascendentales, cedieron el cuidado y apreciación de sus creaciones a personas que abusarían de ellas. El verdadero arte, sin embargo, es aquél que está manchado por el uso y no por el tiempo; la obra que cuenta la historia de aquél que le dio la vida.

Creo que los intereses artísticos deberían separarse por completo de los ideales políticos, porque a veces para tener unos hay que silenciar los otros. Nunca sentí vergüenza por ello, aunque siempre pensé que mis pasiones más triviales se hubieran sentido mejor representadas en el pasado. Por eso desprecio la avaricia. Fue ella la que secuestró la sensibilidad de los fabricantes, forzándolos a producir máquinas insípidas y frívolas que ignoran la predilección estética de los consumidores.

No sé a qué o a quién agradecerle por acompañarme en mi proceso de interiorización y evitar que cayera en la locura. Sé que no existe tal cosa como la absoluta objetividad, pero al menos reconocí a tiempo que no era el único que les guardaba respeto a los artefactos del pasado. Nunca otorgué relevancia a las razones de los demás, pero valoro inmensamente el enigmático intento por no dejar que las máquinas del pasado sean olvidadas, en medio de la prisa de la sociedad y de su aparente propensión a tener pasiones superfluas y fáciles de reemplazar. La gente comete, sin embargo, el molesto error de darles un valor meramente material. Quizás la absoluta objetividad se trata de darle un valor contextual a aquello que se está juzgando. Por eso nunca he estado de acuerdo con la común y recurrente crítica periodística de que los clásicos tienen capacidades insuficientes y características relativamente pobres. Objetivamente, no le llamaría pobre a una obra de arte que alguna vez hizo feliz a un hombre, y tampoco trataría de compararla con una que me haya hecho feliz a mí.

Hay algo verdaderamente especial en poseer cosas que no mucha gente puede tener, que ya no se producen y que cada día se vuelven más extravagantes. Son una colección indescriptible de recuerdos y ambiciones que cuentan la historia de nuestro pasado; un testamento de la implacable búsqueda por identidad. Tener un clásico vuelve a la gente más sensible. Tienen algo que cuidar, que apreciar. Un motivo de paciencia y empatía por medio del cual se comprende que para preservar algo con dedicación se ha de cambiar ciertas cosas de sí mismo. Es un arte.

Los clásicos me conectan con una realidad difusa y obsoleta donde alguna vez existió un aprecio genuino por la calidad, la artesanía, el esfuerzo y el significado; donde los artistas se interesaban por dejar un legado de propósitos honrados y puros, y los ojos de los consumidores resplandecían ante las sofisticadas y bellas representaciones de un estilo de vida al que aspiraban noblemente con su trabajo y empeño.

Mi padre y yo no hemos sido particularmente cercanos, a pesar de ser semejantes. Compartimos un vínculo que, aunque delgado, es bastante sólido. Nuestra apreciación común del pasado inspira una comprensión que escapa a las palabras. En ella compartimos asombro, sentimientos, historias y reflexiones del arte y de nosotros mismos. Los clásicos crean conexiones místicas entre las generaciones. Por eso las propiedades y cifras de un clásico no lo definen por completo, y son extremadamente insignificantes. Su valor funcional es sólo un complemento de su valor histórico y emocional. Es un error juzgar un carro por lo que pudo haber sido y no por lo que fue. Criticar un clásico es criticar a la sociedad de la que surgió: sus ideas, sentimientos, perspectivas, sueños, cualidades y valores. En su tiempo cumplió un propósito y ese propósito genera nostalgia.

El apego por el pasado no es sólo una apreciación estética, sino una necesidad profunda de la naturaleza humana de escapar de las complejidades de su presente. Los clásicos me transportan a una época que anhelo cariñosamente, aún si nunca existió de la forma en que la imagino; una realidad donde tal vez las relaciones fueron más íntimas y las intenciones más auténticas. Quizás sí pude haber sido más feliz en ese entonces. Por ahora me conformo con el ruido y el olor, y su nexo ineludible con aquello que fue, que es y que será…